Ella tenía la misma rutina nocturna: se acostaba en el viejo sofá, fingía ver la televisión, mientras fuertes y roncos sonidos delataban su profundo sueño. Después, exactamente a las nueve y diecisiete, se ponía de pie, buscaba su calzado y se dirigía a su cuarto (el más pequeño de los dos que habían construido, el único con ventana y no sólo con un hueco simétrico en medio de los ladrillos naranjados). Luego, lo sé porque su pequeño espacio “privado” no tenía puerta, se ponía un camisón blanco que le llegaba hasta los tobillos, tenía cuidado de no estropear los lentes mientras lo hacía; se sentaba en la cama, cerraba los ojos, posaba sus dedos en la frente y con la cabeza gacha, vociferaba palabras a un Dios, al suyo, al de los cristianos. Lo más curioso era que dejaba de susurrar y asentía en esa misma posición. Estoy seguro que en ese momento no dormía. Tal vez, Dios le respondía y esa era la parte donde a ella de correspondía callar. Después se acostaba, acomodaba cerca de su almohada una biblia que su analfabetismo no le permitía leer. Por fin, apagaba la luz. A oscuras, hacía el último acto vivo del día, preguntaba: -¿Mijo, qué le hago de desayuno? No importaba lo que dijera: siempre era café con pan.
Mi abuela… era tan ordinaria, tan parecida a todos; pero era la mía, la que me acompañaba desde hacía veinte años.
Esa noche hizo lo de costumbre hasta que se quedó a oscuras, pero no preguntó nada. Quizás, mientras callaba, sentada en su cama, alguien le dijo que no lo hiciera, que no haría falta.
Nunca la había visto dormir tan plácida, con una sonrisa tan serena; no recordaba que fuera tan pequeña. Lo único que contrastaba con esa armonía trágica era una serie de segregaciones rojizas en su camisón blanco.
Hay cosas que quisiera olvidar, en realidad quisiera que nunca hubieran ocurrido, pero… ¿Cómo olvidar un olor a sangre impregnado en el aire? Es obvio… es difícil olvidar algo que pasó ayer.
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