Debo decir que es tremendamente difícil recordar cosas de la niñez, sobre todo recordar algo que no tenga que ver con una alegría o un dolor muy grande. Mi papá me dice que hasta los cuatro años vivimos en el barrio los Colorados, creo que es lo único que sé hasta esa fecha. No sé si mis padres me leían algo, aunque creo que es poco probable. Me imagino que me cantaban: “Salió la a, salió la a…”; me inclino por esa hipótesis porque la mayoría de padres lo hacen, pero esa mayoría no les leen. Así, convierten el primer gran encuentro de los niños con el mundo mágico de las palabras en un acto de inercia.
Después de los cuatro años, y creo empezar a recordar cosas, vivíamos en Piedecuesta, me vestían con el uniforme de la Selección Colombia, me admiraba de poder tocar una planta y que cerrara sus hojas (hasta hace poco por un cuento de Quiroga vine a saber que se llaman sensitivas); sobre todo, recuerdo que ingresé a la guardería. Mi guardería era una casa decorada con figuras infantiles, con una profesora de baja estatura, cabello corto y lentes grandes. Recuerdo que había cerca de veinte niños, de los que no recuerdo a ninguno. Tampoco recuerdo si había un rincón con estantes de libros o si había un espació del día en el que la profesora nos leyera algo a todos. Sí recuerdo que pintábamos y hacíamos figuras con plastilina; nos pedían vinilos, témperas y pinceles (no sé por qué no recuerdo ningún cuaderno). Imagino que el trasfondo que estaba implícito en ese jardín era desarrollar habilidades sociales y manuales, aprender a dejarse orientar en algunos procesos y manifestar con plastilina o pictóricamente cualquier cosa, lo primero era ese primer contacto con el arte.
A los cinco años y aún en Piedecuesta ingresé a Grado Cero (ahora llamado transición), la profesora era joven, de talla promedio… era bonita. Eso sin duda era un aliciente para querer ir a estudiar. Recuerdo un poco más las instalaciones del colegio, Mi Pequeño Refugio, y algo acerca de mis compañeros. Era un grupo dicharachero, sobre todo por un niño costeño que, sin duda por influencia paterna, a cada instante cantaba un fragmento distinto de música vallenata: “Ajuiciate, mama, coje juicio…”, “Por qué lo vine a conocer, señor, cuando su vida toda bella es…”. Creo que de alguna forma ese niño, que dudo sepa qué estaba diciendo, me motivo a querer saber qué era lo que decía, y, por ejemplo, por qué se modificaban las palabras (por desplazamiento acentual mi mamá era su mama, y creo que en ese contexto ni siquiera se refiería a la progenitora). Ese año aprendí a reconocer el alfabeto sonora y gráficamente, también aprendí a realizar combinaciones; “Ya sabe leer”, alardeaban mis padres. Ahora sé que podía descifrar nuestro código de la lengua, pero no entendía lo que decía, no había comprensión. Leía anuncios de Heladerías, Ferreterías, panaderías, para deleite de mis padres. Supongo que sabía que mi hermano, un año menor, pronto empezaría a leer, y mi lectura dejaría de ser loable.
Desde los seis hasta los diez años viví en el norte de Bucaramanga, en el barrio Minuto de Dios y estudié en la Concentración Escolar Presidente Kennedy; me sentía bien, pues mi papá me explico que Kennedy era un ex presidente de Estados Unidos y yo imaginaba un prestigio descomunal para mi institución. Allí se reforzaron mis habilidades de lectura, siempre descuidando la comprensión de textos. De todas formas, me gustaba la diversidad: podía pintar como en la guardería, leer cuentos, temas de ciencias naturales ligados al cuerpo humano (era asombroso saber por un libro cuántos huesos tenía el cuerpo humano y lanzarle esas preguntas a mi papá para que me dijera inteligente; supongo que me gustaba que se sintiera orgulloso o era la amenaza ya no de uno sino de dos hermanos menores), o temas de ciencias sociales (admiraba los mapas, memorizaba países y capitales); ah, también encontré otros personajes caribes en ese periodo de estudio: nunca dejaron de plantearme interrogantes.
Luego el paso al colegio, ahora vivía en el sur de la ciudad. Recuerdo que tocaba presentar un examen de admisión; empecé a rezar cerca de cincuenta veces al día, inicié la lectura de un diccionario enciclopédico alfabéticamente (creía que memorizar eso era tener todo el conocimiento posible; ahora me doy cuenta que quería ser una especie de erudito), también dejé de ver Los Simpson, porque una tía, la que eligió mi nombre, me dijo que era pecado; sentía que ese pecado no iba de la mano con las oraciones insistentes, y que peligraba mi ingreso al prestigioso colegio INEM. Ahora mi memoria es una laboriosa incesante, quizás tengo miedo de olvidar otros cuatro años, puedo dar con certeza muchos detalles aparentemente insignificantes, pero no recuerdo casi nada interesante y relevante para configurar mi proceso lector o de producción escrita en esa etapa. Supongo que los docentes de secundaria asumen que los estudiantes que llegan ya saben leer bien y no hay más qué hacer, creen que son esa especie de erudito lector en que me quería convertir. No todo está perdido, destaco tres eventos: 1) en séptimo grado leímos El Viejo y el Mar, bajo la orientación de la profesora Guadalupe Díaz, 2) en décimo leímos una versión de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (muy breve, por cierto) e hicimos su representación teatral, yo era el narrador; actividades guiadas por la profesora Melba Toscano y 3) Una velada poética en undécimo grado, todos con traje de etiqueta, leímos algo de Mario Benedetti, María Mercedes Carranza, Pablo Neruda, José Asunción Silva, entre otros; yo leí un poema breve de mi autoría, sobré qué guardaría en una cajita de fósforos; esta jornada nocturna fue organizada por la profesora Olga Méndez. Menos de diez líneas para resumir mi experiencia con las letras en el colegio son muy poco satisfactorias.
Hay algo que me asusta… yo estaré dentro de poco tiempo al otro lado del banquillo, tendré que orientar esos procesos e incentivar a que lean y escriban. Por eso me apropio de los fundamentos teóricos para hacer un buen trabajo.
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