miércoles, 8 de diciembre de 2010

Al parecer somos seres imperfectos, deberíamos leer para tener la certeza de serlo


Si por algo se puede caracterizar a la humanidad es por su imperfección. Somos seres ignorantes, rencorosos, egoístas, irascibles, lujuriosos, en fin, y para acabar bruscamente  con un listado que puede llenar dos páginas, somos seres inacabados. Quizás por eso siempre estemos en la búsqueda de algo, de nuevos saberes, habilidades, de apoderarnos del conocimiento. Ahora bien, ese pensamiento colectivo hace que nazcan instituciones formales para optimizar la búsqueda.
En esas instituciones (escuelas, colegios y universidades) se organizan, delegan funciones a sus miembros e intentan ser el espacio propicio para que se dé una realización satisfactoria de la búsqueda. Vivir en comunidad implica reconocer a los demás, interactuar con ellos, requerir formas de comunicación y la consolidación de los saberes ya logrados. Todas estas características durante siglos las suplió la oralidad, menos la última: no se lograba ser eficaces en el almacenamiento de nuevos conocimientos. Por eso, en parte, surge la necesidad de representar con jeroglíficos, primitivamente, y luego alfabetos sofisticados, en ese afán de completar algo.
Sin lugar a dudas, ese fue un magnánimo invento, que ahora goza de un prestigio reducido. El televisor, aunque fue un buen gesto creativo, no es tan significativo como la figuración gráfica de lo fónico, y, sin embargo, tiene en el mundo millones de adeptos, fieles seguidores, casi esclavos. ¿Y cómo luchan las instituciones contra esa caja dominante en todas las salas, los cuartos, las calles? ¿Por qué no nos invaden los libros?
Mucho de lo que se requiere para resolver ese interrogante está en la aproximación que se ha hecho a los procesos de aprendizaje y enseñanza de la lectura. Los primeros pasos son determinantes. Todos los elementos que configuran el entorno donde se dan esos primeros pasos son vitales: el espacio físico donde se aprende a leer, los métodos de enseñanza utilizados, la pedagogía del docente, las impresiones sobre la lecturas que se forman en el hogar y los textos o cartillas que usan. Pero no son solo relevantes para que un niño aprenda a leer o no, son determinantes en la concepción que los aprendices se forman sobre la lectura e, incluso, determinan la asiduidad de futuras lecturas a lo largo de una vida de búsqueda.
Destaquemos algunos de esos elementos vitales. Por ejemplo, el entorno familiar, es espacio constituye el primer posible contacto con la lectura para los niños, ¿Cómo lo aprovechan los padres? Parece que la respuesta no es nada gratificante. Si aterrizamos lo anterior en Colombia, parece que la respuesta no solo no gratificante sino alarmante. Con índices cuantitativos  se demuestra que son muy pocos los casos donde los niños reciben una cultura de la lectura en sus hogares, los padres nunca les leen, ¡ni siquiera leen! Cualquier persona no muy osada afirmaría que incluso poco hablan con ellos.
Es así como aparecen de nuevo las instituciones, de nuevo los maestros. Es tan fundamental este papel que Beatriz Caballero se atreve a sostener “Del maestro depende que el leer se convierta en un placer  o en un martirio… y la futura actitud hacia la lectura”. Contundente. Un maestro como don Gregorio, en la película La lengua de las mariposas, reflexivo en su actividad y comprometido; dos características que deberíamos adoptar.
De otro lado, los libros y métodos de enseñanza poseen la misma facultad, mostrar la lectura como placer o como martirio. El problema es que, en muchas ocasiones, causan el segundo efecto. La poca relación de los textos con las realidades de los niños y la implementación de métodos de enseñanza europeos y norte americanos (lejanos de las necesidades y la realidad sociocultural colombiana) hacen que los niños no se interesen en ese aprendizaje que no les compete (y es así, son métodos diseñados para otros niños).
Pero viene lo más grave: esos procesos anacrónicos y lejanos de las realidades culturales dejan una estela de satisfacción: ¡los niños aprendieron a leer! El problema es la concepción social que se le confiere a la lectura: leer es decodificar. Así, los pequeños aprendices reproducen fónicamente las grafías y reciben los elogios de los padres y una nota positiva de los maestros, lo que le confirma que es un lector excepcional. Pero, ¿qué hay de un lector interprete? Nada. Esta serie de acciones llevan a consolidar un grupo de iletrismo (como lo denomina Emilia Ferreiro), donde están inmersas personas alfabetizadas que no constituyen lectores en sentido pleno, no interpretan, no leen por placer, no son lectores asiduos.
Dice Héctor Abad Faciolince que la lectura estimula el placer en sí misma, que no necesita un discurso propagandístico, pero reduzcamos ese discurso a una frase: cada lectura posee una magia transformadora. Terminemos como empezamos; esos seres ignorantes, rencorosos, egoístas, irascibles y lujuriosos que somos están encarnados en los libros, es allí donde nos podemos conocer como un reflejo, es allí donde podemos autocompletarnos, claro está, quien quiera intentarlo, aunque el camino es utópico.