Nota de autor: La numeración de los trancos no pretende determinar el orden de lectura de los mismos; se pretende que sean lecturas aleatorias. Vamos a descubrir cuántos cuentos hay en uno solo.
(TRANCO I: LA REQUISA)
-Llegó uno nuevo- me dijo un colega, Pedraza-. Otro con cara de santurrón. Hasta parece un intelectual. ¡Empelótese hijueputa!... Se llama Alfredo Santos, sin familia, treinta y ocho años, taxista y un puto secuestrador al que se le murió la carnada en el baúl del carro-. Mi colega se sentó en un pequeño escritorio cerca de la entrada y empezó a ojear los documentos que traía en la mano.
El hombre traía cara de resignación, unos anteojos de marco plata y la culpa en el entrecejo. Llegó al centro del cuarto de inmejorable blancura y se empezó a desvestir despacio y temeroso. No sabía si cada movimiento que hacía podría ocasionarle un nuevo insulto. Incluso, se asustaba con la prenda que terminaba en su mano y no sabía donde colgar. De repente, en un movimiento distraído al quitarse la camiseta… casi deja caer los lentes, pero logró sujetarlos. Cuando terminó desnudo con toda su vestimenta repartida en las dos manos, una mirada fija de Pedraza le indicó que cualquier sitio era propicio para dejarla.
-Esos son los peores- le respondí al colega.
Quince años como guardián, recibiendo delincuentes a diario, me habían enseñado que hay mentes perversas en diminutos cuerpos, y que los peores psicópatas se esconden detrás de una cara de ángel. Carraspeé un poco la garganta y dije fuerte: -Manos en la nuca y veinte cuclillas para ver si trae algo guardado en el culo-. Como casi siempre en ese cuarto reinó una obediencia absoluta a las palabras del uniformado de turno-. Pequeños sonidos agitados llevaban la cuenta de la orden. Balbuceé: - Trae limpios los orificios del cuerpo, lo podrido está por dentro… Tranquilo, Santos, nosotros no somos jueces… pero podemos actuar como verdugos-. El vestir raudo del reo y las sonrisas casi invisibles y cómplices de Pedraza, sin despegar su mirada de los papeles, dieron fin a esos instantes: el comienzo de veinticinco años de condena.
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