Entré a la universidad a las 8: 30 a.m., como de costumbre, mientras que el programa académico me exigía que fuera a las 8:00. ¡Qué vaina! Otra vez tarde.
Pasé temeroso por donde sabía iban a estar mis compañeros de curso: el edificio de Ciencias Humanas de la UIS; miré de reojo hacia allí, pero lo más miré al suelo, divagando, ofreciendo promesas de cambio, y casi pidiendo disculpas.
-¡Hola, marica!- me grita un amigo, sacándome de las cavilaciones. Levanto los ojos y él sonríe, pero de repente cambia su rostro por un gesto tosco, y dice: -Qué tal el cucho Wilson, dizque toca hacer una crónica para ahorita. Hay plazo hasta las 10:00 a.m.
¡Crónica! Como estudiante de español y literatura, aunque muchas veces había escuchado el término, cuán pocas había leído; y mucho menos atrevido a hacer una. Ahí creo que comprendí el gesto tosco.
Ya sabía que escribir no era sencillo, pero a mí siempre me ha encantado. Además, también hay mucha gente que escribe, algunos textos buenos, otros no tanto y otros que… simplemente escriben. También están los que escriben tanto que em-piezan a teorizar sobre su ejercicio; ese es el caso de Daniel Cassany. En otro plano, hay que imaginar una persona a la que le gusta tanto cocinar que termina haciendo un libro de recetas; para Cassany: “La escritura en el aula”.
Bueno, como cualquier oficio había que hacerlo. Nos fuimos juntos, el requisito era que la crónica fuera sobre un lugar de la universidad; así que decidimos ir a las canchas, esperando que a los deportistas matutinos algo trágico les sucediera: una caída, un brazo fracturado, algo de vomito, un codo salido, una muerte súbi-ta…algo que contar…, pero nada pasó, sigo pensando que desafortunadamente. Ya eran las 8:50 a.m., y mi crónica era una hoja de papel en blanco. La de él ya tenía algunas imágenes: un primo suyo, un paseo pasado, una moto, un accidente…
-Pero, marica, ¿no tiene que ser algo de la ‘U’?- le dije, pensando en que le fuera bien y, a la vez, envidiando su inventiva.
–Me importa un hijueputas… no voy a borrar lo que ya llevo- dijo, contrastando extrañamente esas palabras toscas con una sonrisa gentil y sonora. También me dijo que eso había sido verdad y que quería contarlo.
Por mi parte, ya estaba fatigado de ver la buena resistencia y perfecto equilibrio de los deportistas, y un poco frustrado por no haber escrito ni el título. Le pedí que nos fuéramos a otro sitio.
Mientras bajábamos, nos encontramos un tercer amigo, sentado en una banca, impávido y con una libreta de apuntes en la mano. –Tonces qué, ‘Francis’- me dijo. Rápidamente nos contó que estaba siguiendo a un perro viejo durante una hora, “pa’ver que hacía”. También dijo que se titularía una hora de perros. Pensé que la idea había sido buena y por un momento me recriminé el no haberla pensado primero.
Ahora, un poco más tenso y presionado por el tiempo, decidí ir solo a la cafetería, buscando el hecho trascendental para la crónica…pero nada; ningún indigestado.
Seguía esperando y vi pasar a algunos de los deportistas que ya había observado, recién bañados y sonrientes, me desesperé un poco. Salí casi corriendo para otro sitio: el archivo UIS, pero este era aún un lugar más apacible, por no decir estático e inerte. Decidí empezar a escribir lo que no había visto. Pronto mi hoja desborda-ba imágenes: cómo era el sitio, unas escaleras subterráneas, y un hecho: el hallazgo de una pareja aprovechando la soledad y oscuridad del lugar para tener sexo. El papel decía: De algún rincón de ese cuarto emanaban respiraciones agitadas y un ruido seco y rítmico, similar a una serie de aplausos enérgicos que se dan solamente con las palmas de las manos, pero nada era cierto.
Ya faltaban escasos minutos para las 10:00, era tiempo de entregarla. Medité, sabía que eso no era una crónica; la crónica no necesita de un hecho trascendental, o ¡qué de trascendental tiene seguir a un perro por una hora! Tardé para reconocer eso; firmé la hoja en la parte inferior y puse siete números al lado.
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