QUIEN MUCHO SE APRESURA SE QUEDA ENEL CAMINO
El día 1 de agosto comenzó con una lluvia recia. Mi misión era sencilla: llevar un paquete. Cuando llegué al sitio, iba desprevenido, con el paquete para entregar en la mano, el morral habitual a las espaldas, y un poco de ansiedad en el pecho. Ya eran las 6:35 a.m., yo estaba frente al manicomio de San Camilo, en la ciudad de Bucaramanga. Aunque era la primera vez que iba, ya estaba advertido de algunas cosas que debía hacer: comprar una bolsa blanca, marcarla con el nombre del destinatario y luego, comprar un formulario para escribir de forma ordenada cada uno de los artículos que iba a entregar.
La resolución de estas primeras recomendaciones fue rápida. Un hombre y una mujer vendían las bolsas y los formularios, y por los mismos quinientos pesos los llenaban. Ellos me indicaron dónde era la fila.
A pesar de ser temprano, ya había cerca de setenta personas linealmente formadas, la mayoría mujeres. Me acomodo en mi sitio, donde una vendedora de tintos hablaba con las dos señoras que culminaban la fila. Saludé de manera formal y un rostro sonriente.
-¿Qué horas son?- preguntó una de las mujeres, que tenía un brazo quemado, y a pesar de que su voz era fuerte, yo no podía despegar mi vista del brazo, de esa cicatriz. Me preguntaba cómo habría pasado.
-Las 7: 05 – respondimos al unísono la señora de los tintos y yo; los cuatro tuvimos una sonrisa cómplice por el incidente.
Me pongo a divagar en cómo será el sitio por dentro; su función y lo que represen-ta está un poco más claro para mí. Ya dice Foucault que la prisión represiva como castigo fue establecida tardíamente, casi al fin del siglo XVIII, y que antes de esa fecha, la prisión no era un castigo legal: se aprisionaba a las personas para retener-las antes de procesarlas y no para castigarlas.
La lluvia empezaba a cesar. Pregunto que a qué horas abren regularmente y las señoras dicen que no hay una hora fija y culpan al despotismo de los guardias. La señora de los tintos se marcha, y las demás empiezan a manifestar preocupación por sus ocupaciones diarias.
-Yo tengo que hacerle el almuerzo a mis sobrinos para que se vayan a la escuela- decía una. Y otra decía: - Menos mal que mi patrona está en Estados Unidos, pero de pronto llama y si no le contesto…hum-.
Todas eran mujeres ocupadas, que tenían compromisos, pero no podían dejar pa-sar la fecha: el primer día del mes, ‘El moimo’. Solamente ese primer día se les puede llevar artículos de aseo y de comida de forma gratis a los internos de la cárcel Modelo; los otros días también es posible, pero les cobran cantidades consi-derables según el tamaño o el peso del paquete, y en su mayoría son personas que no tienen para cubrir esos gastos.
Seguimos conversando, mientras ellas miran fijamente mi bolso, como interrogán-dome. –Usted no puede entrar con eso- atina a decirme una. Me recomiendan que lo deje a guardar en la tienda de la esquina, que allá es seguro. Sigo la recomenda-ción y conservo mi ficho 86, pregunto si debo algo, pero me dicen que cuando lo retire pague. Agradezco y retorno a mi lugar, que gentilmente me estaban guar-dando las mujeres; me alegra verlas, me siento familiarizado.
Ya hacía buen sol y las mujeres me seguían preguntando la hora constantemente. Luego, me empezaron a contar sobre cómo era la situación de los internos, cómo cuando hacían algo contra las normas, los guardias los sumergían en tanques de agua, los golpeaban… los torturaban. Cualquier parecido con los mitos comenta-dos de Alcatraz y Guantánamo parecían revivirse. Además, todas coincidían en que las cárceles no “arreglaban a nadie”.
- Allá se las arreglan para hacer guarapo con los jugos, o hacen ‘Chamberlay’, y mucha gente les tira droga desde la calle, si no le pagan al de la silla de ruedas de la cafetería, ese ‘man’ se vende y les entra lo que sea- comentaba una.
Sin lugar a dudas, eran mujeres que no sabían quién carajos era Michelle Foucault, pero conocían algunos de sus postulados, como el que asegura que las cárceles no producen aquel resultado formativo, sino más bien su opuesto: mientras más tiempo se pasaba en prisión menos reeducado y más delincuente se será. No sólo una productividad nula, sino una productividad negativa. Según esto, el sistema de las prisiones debió haber desaparecido. Pero permaneció y continúa.
Las 8:05 a.m., abren la puerta. Trato de ver las caras de la gente que integra la ex-tensa fila: todos parecen agotados, otros con gafas y sombrillas parecen querer ocultarse; es que la fila se hace en una vía central, donde pasan cientos de carros cada hora. Todos llevaban sus paquetes en bolsas blancas, para Jefferson, Maicol, Harrison, etc.
Las señoras seguían conversando, vaticinaban que pronto iban a prohibir las tasas plásticas para llevarles alimentos, por culpa de los mismos visitantes, que según ellas, se encargaban de entrar droga, celulares y con más frecuencia, cientos de sincares, sobre todo en las vaginas. Comentaban: - Están ganando que otra vez nos requisen con el pañuelo blanco la vagina.
Particularmente, decían que en esa cárcel era preocupante el hacinamiento, que los internos debían dormir en los pasillos, como desplazados o mendigos. Aunque concuerdan que el patio número cinco es el más sano, pero tiene su precio: hay que pagar por estar allí, y hay que dar una cuota extra si se quiere dormir en colchoneta.
Es curioso que estas mujeres sin saber de literatura logren con facilidad lo que tanto le costó a Truman Capote: que se sienta piedad por los victimarios. Capote consigue que se entienda y se compadezca a los asesinos de la familia Clutter, en A sangre fría, presentando de forma detallada y desnuda el carácter de los asesinos.
Las 9:40ª.m., también pienso en los artistas e ideólogos que fueron retenidos por llevarle la contraria a algún gobernante autoritario como Mandela; los retenidos por deudas como Molière; o hasta los sodomitas como Verlaine y Rimbaud. Todos, generalmente torturados como el protagonista de 1984, torturados como en la cárcel de Tuol Sleng, una de las prisiones más temidas del mundo, donde en tiempos del régimen del Jemer Rojo en Camboya. Se dice que más de 17 mil personas fueron torturadas y ejecutadas en sus instalaciones.
Retorno a la conversación con las mujeres, y estas están hablando de la inocencia de sus familiares y de la ineficacia de los abogados. Descubro que la delincuencia en este país es como una epidemia: se esparce entre los familiares y conocidos de estratos bajos, principalmente; pero siempre está en crecimiento: es más bien una pandemia. Una de esas mujeres confesó repartir sus fines de semana entre las pri-siones de San Gil, Tunja, Berlín y el Socorro, visitando hermanos, sobrinos y pri-mos. Vuelvo a pensar en Foucault y sus postulados, como en el que sostiene que los delincuentes y la delincuencia tiene una cierta utilidad económico- política. La utilidad mencionada podemos revelarla más o menos fácilmente: cuantos más delincuentes existan, más crímenes se cometerán, cuanto más crímenes más miedo tendrá la población, por lo tanto, más aceptable y deseable se vuelve el control policial. La existencia de ese "peligro interno", es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control.
Las 10:25ª.m., decía una de las mujeres, indignada, la que tenía una camisa untada de pintura, al igual que las manos: - Los ricos son los que más se traban, pero con corbata no se les nota-. Y casi todas convinieron en que en este país: la justicia es sin justicia.
Las 10:40 a.m., nos hacen entrar a unas rejas de hierros, de no más de sesenta centímetros de ancho que formaban una caja rectangular, mientras un guardia nos ponía un sello en el antebrazo, con el mismo mensaje para todos: Quien mucho se apresura se queda en el camino. Ellas me dicen que no siempre es el mismo, que los cambian con frecuencia. La forma de las rejas solo permitían que uno se hicieran detrás de otro. Pronto, el sol y la espera hicieron fatigar a mis compañeras; así que decidieron acurrucarse a mi lado; pude ver que una tenía un tatuaje arriba del se-no, luego de ese, vi que la mayoría tenía un tatuaje en algún lugar: en la espalda, en el hombro y hasta en cada uno de sus nudillos.
Las 11:00 a.m., mi turno: entro a la cárcel. Un grupo de guardias coordina el reci-bimiento de los paquetes; la mayoría jóvenes, casi niños, orientados por dos que mostraban más años y experiencia. Solicitan el nombre del interno y manosean todo, me demoran un poco por el tarro de varsol que llevaba; con unos palos per-foraban los jabones y demás artículos sólidos. Amontonan cerca de cincuenta pa-quetes y acercan el perro, este husmea y confirma la normalidad de los productos. Salgo de forma rápida, me dirijo a la tienda de la esquina y entrego el ficho 86, me cobran quinientos pesos. La entrega fue sencilla, solo conocí veinte metros de la cárcel y tardé menos de siete minutos; lo peor fue la espera. ¡Pero de qué me quejó! El que va recibir el paquete tiene que esperar más de diez años para salir de allí.
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