lunes, 22 de agosto de 2011

LO MÁS URGENTE VISTE CORBATA (Crónica)

De repente me sentí perdido, inmerso en caras desconocidas, pero que me traían de vuelta a algo familiar: llegué al Hospital del Norte, la noche del viernes dieci-nueve de agosto. Un hospital grande, que se veía inmenso por estar junto a un colegio elaborado del mismo modo y que más parecía una extensión de la entidad de salud.

Una, dos, tres… nueve y diez. Diez vueltas me hacían darle a esa gran manzana cuando yo tenía once años, en la clase de educación física, mientras cursaba sexto grado en ese colegio, Rafael García Herreros. Ahora, pretendía entrar al recinto médico. Me dirigí de una forma segura y me presenté con buenos modales ante el vigilante, le expliqué que quería ver por poco tiempo lo que pasaba adentro, para un trabajo de la universidad. De forma seca lo impidió, aunque con cortesía: - Si no tiene una autorización, no lo puedo dejar pasar.

Me quedé meditando en la parte del andén más próxima la portería. Tenía miedo; se habla mucho del Norte, y aunque yo había vivido allá y había conocido gente buena, eso había sido hace mucho tiempo. Al poco rato, llegó una moto. Asombro-sa y arriesgadamente con cuatro personas: una pareja de jóvenes, un niño de alre-dedor de cuatro años y otro más que dentro de poco cumpliría sus primeros minutos. Pienso en ese niño… o niña. Los jóvenes ni siquiera notan mi presencia extraña, sentado a menos de dos metros de ellos. Sin embargo, el niño que venía en la parte de delante de la moto me mira, y veo que está triste o quizás recién levantado, prefiero creer eso, y que el que viene llegando tampoco estará triste.

Increíblemente, el celador tampoco los había dejado pasar. Había dicho que era una cuestión de documentos. Él joven alegaba de una forma extraña y explicaba que había sido una emergencia que ‘pillara no más’. En cuestión de minutos, ante la negativa rotunda del vigilante y los renovados gritos de la joven, el muchacho le da un sutil beso en los labios a esta, se pone el casco y se va en la moto. Quedo admirado con el dominio y la velocidad que logra en el arranque, y con el sonido bestial del aparato, que más parece un grito de desespero del joven.

De pronto, veo una cara familiar, mi antigua vecina: doña Librada. Ella sí nota mi figura, me reconoce y me da un saludo afable: - Mijito, ¿usted qué hace por acá? ¿No me diga que está malo? De repente me quita la mirada y observa regularmen-te a la muchacha, que aprieta fuerte la mano del niño. Me explica que adentro está don Esteban, su esposo, y que va a pasar a verlo. Le pido discretamente que me ayude a entrar y se lo suplico con la mirada. Ella muestra su documento al portero y me presenta como su acompañante; por fin puedo pasar, pero la muchacha aún no. Pienso que es injusto; ahora, en mi mente, trato con menos cortesía al vigilante.

Entro al edificio, un reloj en el centro de la recepción me anuncia que es tarde; yo solo pienso que es hora de que estuviera naciendo el bebé. El lugar estaba hacinado y el blanco pulcro y habitual de los hospitales se había fugado. Más asombro me causó ver a un grupo de doce personas vestidas formalmente: los hombres con corbata y las mujeres con vestido. Ninguno de ellos estaba enfermo, se podía percibir por sus aspectos vitales.

- ¿Qué ocurre, amigo?- atino a preguntarle al que está más próximo a mí, luego pienso que la pregunta es tonta, pero ya estaba hecha.

- Es el pastor… estábamos en el culto, en una oración de alabanza y… no sé… se desmayó, le dio como un ataque- respondió, agachando la cabeza. Luego me dijo que estaban los líderes de la iglesia orando por él y su sanidad.


Siento pánico, pienso que deberían estar orando por la joven de la entrada. Do-ña Librada se despide, me dice que se va al cuarto de don Esteban, el 202, que saludes a Esperanza. Le digo que bueno; no tiene caso contarle que mi mamá se había marchado, creo que solo podía pensar en su marido.

Me siento en una pequeña banca y noto que el grupo de creyentes cristianos se levanta eufóricamente y algunos aplauden, mientras un hombre gordo, bien vestido, con corbata roja y de bigote se va acercando. Todos lo rodean y empie-zan a decir palabras incomprensibles, creo que a orar y agradecer por su recu-peración. Terminan y el hombre obeso sonríe, parece que no hubiera tenido una gripa en toda su vida.

Descubro que ya son las 10: 40 p.m., me marcho del sitio, ansioso por ver a la chica encinta, pero no la encuentro. Para la próxima tiene que traer vestido y su acompañante, corbata.

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